lunes, 29 de junio de 2009

Bajo la luz y sobre el silencio de la nieve

Y ahora nos damos cuenta con el “amor / que tampoco se cura sino con la presencia / y la figura” que Juan de Yepes, en la segunda mitad del siglo XVI, escribió el epitalamio que seguramente -siglos atrás, muchos- soñara el rey Salomón. También sabemos ahora que Luis de Góngora cantó otro epitalamio, en los primeros años del siglo XVII, para celebrar los esponsales de Acis y Galatea y eternizar el dolor interno de Polifemo. Que Apollinaire compuso un poema en honor a su amigo André Salmon que se casaba, otro a una linda pelirroja y otro más a un músico de Saint-Merry donde describía un puente del Sena, mismo donde desapareciera, años después, su lector y gran poeta Paul Celan; que Marc Chagall soñó una novia que volaba en un cielo azul tristeza y que es muy necesario leerle cuentos a los niños antes de dormir, y que, todavía más, es urgente componer Fotos imaginarias con nieve de verdad a la niña que todos llevamos dentro, no importa que se llame Ana o Ximena y que la nieve se nos convierta en pretexto para iniciar un cántico que nos traspase con su frío y sus calculados y bien ponderados silencios. La nieve cae, pero se tarda una eternidad en caer. A veces cae como aguja y orada el paisaje, lo marca, lo escribe; a veces como estrella y gusta de detenerse en los árboles que, como el de Joseph Brodsky, anuncian la epifanía; pero esto puede variar, puede no ser así. Entonces la forma, dentro de sus límites, adquiere fisonomías que van de la laminilla al prisma, de éste a la estrella dendrítica mostrando una estructura que nos provoca el asombro de lo fugaz y extraordinario. Pero los astros, que no siempre titilan azules a lo lejos, sobre todo en la región austral, ocupan un lugar preferente en esta gélida noche ya que su lumínica presencia adquiere una dimensión acústica y pareciera -en los poemas así se afirma- que las constelaciones cantaran, como si su brillo fuera el diálogo, el murmullo de un canto lejano que, secretamente, se compartiera. Tal lo soñó Dante en su “Paraíso” y Carrera lo repite. En el caso de Orhan Pamuk estas formas –la de los cristales de nieve- le alcanzan para escribir una historia de amor donde un poeta redacta los más hermosos poemas cuyo destino serán perderse irremediablemente como las fotografías que tomara Arturo Carrera y, que al pasarlas al computador, se perdieron y dieron paso –explicablemente- a estos poemas que se suceden, uno tras otro y en estricto orden, creando una quebradiza y nerviosa movilidad cuyo tiempo obedece a la lentitud con que caen los copos de nieve sobre nuestra cabeza. Recuerdo un magnífico cuento de Chéjov donde un médico, que acaba de perder a su esposa y la está velando en la sala de su casa, recibe la inoportuna visita de un hombre que lo obliga a salir argumentándole que su esposa, la del visitante, se está muriendo. Los dos suben a un carruaje y se internan por un desquiciante laberinto de campos nocturnos cubiertos por un pesado manto de nieve. El desenlace del relato subraya todavía más la nota trágica. En el caso de los poemas de Carrera el laberinto se destensa y ofrece un riel donde la historia se monta y transcurre, nos lleva de la mano o, mejor aún, nos cuenta la historia que, lejos de oír, observamos como se observan los pensamientos en ese paréntesis de des-realización al que obliga transitar por parajes nevados. Quizá la puntilla musical de los autores polacos (pienso en Henryk Górecki y Zbigniew Preisner) se deba a esto: a caminar cuadras enteras sobre la nieve absortos en la contemplación de sus propios pensamientos. Al menos eso insinúa uno de mis amigos y en el poema se habla de ello. Pero las estancias que conforman las Fotos imaginarias con nieve de verdad, a cada paso que damos, se nos vuelven más reales y la nieve, paradójicamente, empieza a convertirse en aguanieve, en plata, en lodo. Como si la suerte de las fotografías, al pasar al computador, se repitiera con estos paisajes o cuadros donde nos vamos sintiendo cómodos, habitantes de un reino que también nos pertenece y somos cada uno de los personajes involucrados bajo el aura de la historia cantada. Pero no por cantada menos narrada. Los personajes –nosotros- se desplazan y dejan su huella, su fina red de instantes que va marcando el sentencioso ritmo de la serie. Pareciera tratarse de un descampado, de un parque o jardín público donde sucede aquello que se canta y extraña, pero la nieve lo trastoca todo y el jardín se nos convierte en paisaje interior, en fotos que nos remiten –siempre- a una historia familiar; de ahí el ritmo lento, pausado, de quien hojea un álbum fotográfico, una historia que comienza a borrarse por el paso del tiempo. Pero si en los Doce cuentos peregrinos, de García Márquez, hay uno donde la nieve no cae, sino que es una gota de sangre la que cae sobre ésta dejando un rastro que apunta hacia la desaparición; en "Fotos imaginarias con nieve de verdad", de Arturo Carrera, serán los besos los que apuntalen la historia que se nos ha ido escapando a medida que las imágenes aparecen en una dialéctica de aparición y desaparición, de escenas que se sobreponen velando a la anterior, reduciéndola a recuerdo, a cosa pasada, a fugacidad cantada en un anhelo de apresar aquello, lo único que importa y que por “fugitivo permanece y dura”, diría Quevedo al contemplar las otras fotos, las de Roma que el tiempo le ha ido perdiendo. Llegado a este punto la tentación es mucha y no puedo no traer a colación La canción a las ruinas de Itálica, del poeta sevillano Rodrigo Caro. Hay un memorable pasaje en el poema donde el viento entre las ruinas nos hace escuchar el gemido de todas las sombras, de las miles de sombras, que pueblan la que en otro tiempo fuera la cuna de tanto varón señalado; ahora sólo el eco repite el lastimoso planto de aquello que no se ve, pero que sin embargo está. No se trata entonces de lo visto, sino de lo contemplado; tampoco de lo que sucedió, sino del recuerdo de lo sucedido. No se trata de rescatar un puñado de fotografías por medio de la escritura; eso, en el mejor de los casos, sólo sería literatura; se trata de revivir, de dejar atrás la pesada piedra del sepulcro y estrechar el cuerpo del ángel, no importa si éste se llama Ana o Ximena; lo que verdaderamente importa es constatar que afuera o adentro, o adentro y afuera, la nieve continua cayendo ofreciendo su paisaje, su innegable realidad; ese texto que con su brillante misterio y hondo silencio nos está aguardando.


Arturo Carrera. Fotos imaginarias con nieve de verdad, México, Apuntes de Lobotomía, 2008.





José Javier Villareal

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